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El sueño de Dionisio

 

El sueño de Dionisio
por Darío Schvarzstein

 
 
 
 
 

El sueño de Dionisio

En Noviembre de 2011 hice una residencia en Sete Cidades, una población de apenas mil habitantes en la isla de San Miguel, la más grande de las nueve que componen las Azores. En el medio del océano Atlántico, a 1400 km de Lisboa y a unos 1000 de Boston, pasé unos 15 días dedicado, como toda consigna,  a “filmar el paisaje”.

Cada día nos juntábamos a pensar de que modo abordar un ejercicio cinematográfico en un espacio que acabábamos de conocer, habitado por granjeros cuyo particular dialecto azoreño-portugués hacía la comunicación complicada.

Por las noches, reunidos en una antigua casona, veíamos películas documentales en las que el paisaje era, al menos por momentos, protagonista. Sweetgras, The Belovs, Bread Day o Spiritual Voices. Ésta última, de Sokurov, en ese tiempo mi cineasta favorito, me hizo pensar en “Elegía de un viaje”, otro documental suyo, misterioso y melancólico, que miraba una y otra vez y que siempre me instalaba en un humor taciturno, como en un estado de atenta espera, similar al que a veces inspiran los viajes en solitario.  

Estaba leyendo “Los hermanos Tanner” de Robert Walser, un libro, también, sobre el paisaje. Si Sokurov lo hubiese escrito tal vez lo hubiera titulado “Elegía de la desdicha” o “Diario de un desdichado”.

Escribe Walser: “Permítanme decirles que soy amigo de la desdicha, y un amigo muy íntimo, pues ella se merece sentimientos como la confianza y la amistad. Nos hace mejores, y es este un gran servicio que nos presta (…) Cualquier belleza, si es que aún esperamos tener experiencias bellas, se la debemos a ella. Nos permite hartarnos de cosas bellas y, estirando sus dedos, nos señala cosas nuevas”.

Ese desdichado era yo. Así, debajo de una lluvia finita y constante, con una niebla recurrente, me pasaba el día filmando, saltando de un plan al otro, levantándome a las seis de la mañana para caminar la única calle larga del pueblo, sin saber del todo que hacer, hasta convertirme para los isleños en el loco de la cámara.

Gracias a Joao Engracio, uno de los colaboradores de la residencia, conocí a Dionisio y a su familia.  Nos invitaron a participar de la “matanza do porco” y el vínculo se cimentó cuando descubrieron que tomaba aguardiente cada vez que me la ofrecían.

Durante unos pocos días Dionisio y su tío Benjamin me dejaron acompañarlos en su ritual cotidiano. Enseguida tuve la impresión de que para ser aceptado en el mundo de los adultos, Dionisio tenía que aprender a servirse del paisaje paradisíaco de la isla y su tío lo iba guiando en ese trayecto que el transitaba con los movimientos aún torpes de los adolescentes.

Pasamos unos pocos días juntos. No más de cinco. Ellos trabajando en lo suyo y yo en lo mío, interrumpiendo la tarea ocasionalmente con algún trago de cachaca.

El último día lo entreviste brevemente. Le hice dos preguntas sobre los sueños. La primera respuesta abre la película. ¿Tenía algún sueño recurrente? Dionisio contó que a veces sueña que camina por la isla hasta que, de pronto, el paisaje lo absorbe, lo asfixia, se cierra sobre él.

La segunda pregunta cierra el corto. ¿Había soñado algo esa semana? Dionisio la respondió con un relato breve. Soñó que su tío lo mandaba a buscar una vaca pero que cuando él se acercaba para intentar agarrarla, la vaca huía a toda velocidad, como si fuera un perro, y él ya no podía alcanzarla. Después, mansamente, se iba a parar tranquilamente al lado de su tío.

Cuando volví a Buenos Aires terminé de montar el material gracias a la ayuda de Laureano Rizzo y Manuel Gómez, que grabó la música en su contrabajo. Los trabajos de la residencia iban a conformar un libro y un DVD pero por razones nunca aclaradas la idea quedó en la nada.  

Lo mismo pasó con mi película. Quedó ahí, traspapelada, como una postal que no se envía nunca. Apenas si la subí a Vimeo para que Dionisio y Benjamin pudieran verla y ahí quedó guardada desde entonces. Ellos me dijeron que se habían quedado contentos y eso me bastó.

Hace poco, ante la posibilidad de presentarla en Buenos Aires, chatié con Dionisio. Me contó que se había enlistado en la Marina y que en unos meses iba a dejar atrás el paraíso de antiguos volcanes con lagunas de colores y montes forestados, rodeados por miles de kilómetros de océano.

Siempre pienso en volver porque algo de aquella experiencia sigue en mí. Aunque hayan pasado algunos años, aquella pregunta no se agotó. Sigo pensando cómo deberían filmarse los sueños y los paisajes.

Darío Schvarzstein

 
 

editado por Ignacio Iasparra