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Carlos

 

Carlos

Mercedes Romero

 
 

El cielo parece de una materia deteriorada, como las goteras tristes que habitan en los techos de los baños públicos. Me apuro en guardar los productos, pero ya chispea. Los relámpagos, como el flash de una cámara que le saca una foto a la ciudad, son la antesala de un diluvio. Salgo cargada con las bolsas y mientras le pregunto al guardia por un taxi, él se acerca a charlarme. Tiene el pelo engominado por el polvo de la tierra mezclado con sudor, mezclado con años de pernoctar en la vereda y una moneda, por favor. Antes que su nombre me dice que soy muy fashion, sos re fashion, re fashion repite. Yo estoy de jogging, pero entiendo que para algunos, la moda es tener el privilegio de estar limpio y no uniformado por la caridad ajena, por lo que ya no le sirve a otro.

Carlos, placer y vos, pregunta. Le digo Lucía, te hubiese gustado más que me llame fashion. Su mujer, que estaba pegada a un pilón de chatarra, se ríe. Se acerca, pero con precaución. Como los perros que viven con miedo porque crecieron a palizas. Tiene la boca floja, sin dientes ni palabras, y sin embargo, es hermosa. La calle no le pudo robar eso.

Carlos me hace todo tipo de preguntas: hace cuánto estás por el barrio, te está gustando, sos porteña. El guardia está tieso como un granadero, mira hacia el interior del supermercado, donde se escribe otra realidad. Es dueño de esa indiferencia que ya ni impacta, que es sólo una costumbre más de los días. Me dice que no logra conseguir taxi, que va haber que parar uno. Taxi? pregunta Carlos, y haciendo un gesto de esperame acá, se sumerge en la tormenta. Lo hace sin pensar, con esa certeza que sólo tienen los pájaros al arrojarse al aire. Grita Taxi mientras baila. Las gotas lo besan, lo completan. Los pocos taxis que pasan, miran diplomáticamente para otro lado, como el guardia.

Le grito que venga, le trato de decir que se va a mojar pero el ni escucha. Se arrima bailando, se ríe y me dice: nadie para, es que yo no soy fashion. Se va con su mujer a la esquina que el capitalismo les deparó. Y entre toda esa chatarra, entre todo ese universo de desinterés ajeno, se recuesta y se hunde en un abrazo con ella.

Pienso en esa imagen mientras vuelvo en el taxi. Pienso en todo eso que se une gracias a la perspectiva que va dejando atrás la óptica del espejo. Mis manos llenas de bolsas, mi cuerpo forrado en ropa limpia, y pienso que si la meritocracia realmente existiera, Carlos debería estar sentado en mi lugar, abrazando a su mujer bajo techo.